sábado, 28 de agosto de 2010

Mucho para contar, nadie para confiar.

Tengo MILES de dudas, de inquietudes, de desconfianzas, de tristezas y alegrias (pocas, pero algunas hay) pero a nadie a quien confiarselas, nadie quien sonria por las cosas buenas ni que se entristezca por las malas.
Quiero irme a otro mundo, que mi mente vuele y mis pensamientos me estremezcan. Quiero sentirme libre de mis sentimientos, de mis remordimientos, de los ¿Por qué?. Las soluciones son temporales y dañinas, de nada sirve. Necesito confiar en mi, necesito dejar de tener tantos complejos, de ser tan insegura, de ser tan indecisa e histérica. Estoy tan frágil, nadie me escucha :(

lunes, 23 de agosto de 2010

Te han inyectado la doctrina del capital desde que eras un chaval.

Me di cuenta, que la vida que quiero, la vida que sueño es la típica vida de vidriera, tan rutinaria, tan tipica, tan patética ¿Qué es entonces lo que realmente quiero? Estudiar, irme a vivir con mi novio, tener unos hermosos hijos, verlos crecer, hacerse humanos, mientras yo observo el otoño de mi vida a sabiendas de que soy UNA MÁS. Una más que se resignó a sus sueños, a sus derechos, a sus placeres tan solo por cumplir los deseos de otros, de otra sociedad hipócrita que esto es lo que me exigía. ¿Pero cómo tengo que ser? ¿Tengo que alejarme de la sociedad, vivir por mis propios medios?¿Acaso tengo que sobrevivir, pero no vivir?
 23 años de estudios: Jardín, primaria, secundaria, cbc y universidad.
 Más toda la vida de laburar, de ser explotada, de ver el mundo caer, de ver a mis hermanos asesinarse entre sí, bebiendose la sangre y sus recuerdos. De llorar y sonreír falsamente.
No quiero esto, NO lo quiero. Quiero ser yo, quiero vivir MI vida, quiero seguir mi camino y marcar mis pasos, no quiero ser alguien más del monton. No quiero formar parte de TODA ESTA BASURA.
Gracias.


Pasa la vida y todo sigue igual
Encadenados a un hedor social
Y aunque no quieras eres uno más
Pasa la vida y todo sigue igual.


No quiero ser el socio de un banquero, no quiero ser el socio de la policía
No quiero ser el socio del clero, no quiero ser el socio de tus jerarquías
Compañero, voy a vomitar, somos socios de un gremio militar
Fuera de aquí, no quiero colaborar con esta mierda de sociedad

lunes, 16 de agosto de 2010

Nosotros no.

Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.
Todos los altavoces del mundo, todos los trasmisores de imágenes, todos los boletines, destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegré, naturalmente, en un primer instante.
¡Cuánto habíamos esperado este día!
Una sola inyección, de diez centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día sólo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico.
Una sola inyección, cada cien años.
Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección sólo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Sólo los jóvenes serían inmortales. El gobierno federal mundial se aprestaba ya a organizar el envío, reparto y aplicación de las dosis a todos los niños y adolescentes de la tierra. Los compartimientos de medicina de los cohetes llevarían a las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.
Todos serían inmortales.
Menos nosotros, los mayores, los adultos, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya definitivamente implantada.
Todos los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho, animales de otra especie. Ya no seres humanos: su sicología, su visión, su perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras.
Todos serían inmortales. Dueños del universo por siempre jamás. Libres. Fecundos. Dioses.
Nosotros no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de veinte años, somos la última generación mortal. Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba por última vez, sobre la faz de la tierra.
Nosotros no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos, de pronto nos habíamos convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día, éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa; éramos Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas, ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría. Con esa alegría ingenua con la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí todo tendría que ir bien.
Nosotros solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y prepararse para la segunda inyección... una ceremonia -que nosotros ya no veríamos- cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el nuestro.
¡Ahora cuánto nos costaría dejar la tierra! ¡Cómo nos iría carcomiendo una dolorosa envidia! ¡Cuántas ganas de asesinar nos llenarían el alma, desde hoy y hasta el día de nuestra muerte!
Hasta ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, escogió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos recién a amar y comprender a los inmortales.
Porque ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para imponérsela.
Y la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada vez más niños eternos que imploran la evasión, el final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.
Nosotros, no.

Que estás vacio de liberacion y estás muy lleno de represión

VACÍA. Estoy VACÍA. Nadie entiende, nadie escucha. Supongo que una vez más, y no me sorprende, estoy sola. No los juzgo, no les echo las cosas en cara, yo jamás los dejaría solos.